Es verdad, como dijo hace unos días el president de la Generalitat, Pere Aragonès, que «nunca se ha registrado una sequía tan larga ni de tanta intensidad» en Catalunya. Pero no es menos cierto que no es la primera vez que la falta de agua sacude a este territorio –ahora que se habla de traer agua en barco desde Valencia, cabe recordar que en 2008 ya partieron barcos desde Tarragona con agua para Barcelona–.
Y existe el riesgo de que la emergencia climática acelere la desertización de una amplia parte del país. Esta realidad impone cambios en la agricultura, la industria, el turismo y en los patrones de conducta de las personas que no podrían limitarse únicamente a restricciones esporádicas aquí o allí. La sequía no es ya una excepción temporal o territorial. La excepción está en la certidumbre de contar con agua prácticamente siempre con la seguridad de que la flora, la fauna y los ríos no pasarán sed más que de forma accidental. Las alertas que suenan en Catalunya son tan fuertes y acuciantes que debería llover durante dos meses de forma ininterrumpida para recuperar una situación normal, una lluvia que no está ni se la espera. La sequía requiere actuaciones rápidas y medidas estructurales, y traer agua desde Valencia no es desde luego una solución estructural ni sostenible.
La Generalitat ha tomado unas medidas de urgencia que parecen ocurrencias anecdóticas –una llamada desesperada a cerrar cañerías y grifos en un esfuerzo voluntarioso por tratar de que el agua siga corriendo, aunque sea en menor cantidad– y que no son sino el reflejo de una impotencia institucional más que preocupante ante la magnitud de la tragedia. El problema es que no existe una política de Estado frente al cambio climático ni en materia de agua. No se han hecho los deberes. La contención en el uso del agua por parte de todos es ya algo innegociable, dada su escasez, pero el aprovechamiento óptimo del agua disponible requiere de ideas, proyectos y fondos públicos para dar una respuesta eficiente a un problema que irá a más.