Estoy tan cansada que no lo pensé demasiado. Cogí las llaves, me subí al coche y conduje. Sin avisar, sin plan, sin lista mental de cosas pendientes. Solo sabía que necesitaba irme. Y sabía exactamente adónde. Siempre he creído que la montaña cura. No sé si es el sonido de los árboles o la forma en que el horizonte parece tragarse todo el ruido del mundo siguiendo las crestas, pero siempre funciona. Así que ahí fui. Conduje en automático, sin música, sin más pensamiento que el ritmo hipnótico del parabrisas y la carretera estirándose delante de mí. No llevaba nada, ni maleta apenas, solo libros, ni excusa, o casi sin excusa, llamé a mis amigas y forcé el viaje «oye que voy para allá». Solo este cansancio enorme. Cuando llegué, me asomé al paisaje de Gerri de la Sal sin prisa, dejando que el viento me desordenara el pelo, que el agua de la lluvia -sí, porque no para de llover-, me mojara el rostro. Respiré. No de esa forma forzada en la que te dicen que respires cuando estás ansiosa. No. Respiré de verdad. La montaña no hace preguntas, no espera nada de ti. No te pide que seas fuerte, ni que sostengas a nadie, ni que tomes decisiones. Solo está ahí, eterna y paciente, recordándote que el mundo sigue girando aunque tú te detengas un momento. Y eso fue suficiente. Luego llegaron los buitres, las ovejas, los amigos, la canasta, la tormenta y el verde. De eso nunca hay suficiente.
Gerri de la Sal
05 mayo 2025 21:33 |
Actualizado a 06 mayo 2025 07:00

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